Braulio, al final de la escalera.
Acaba de abrir con el seis doble, la partida del viernes por la mañana. Por eso los otros tres aún tienen sobre la mesa, siete fichas de dominó cada uno. Han tenido que parar nada más empezar, porque al Sebas le ha dado un apretón y le ha pedido a Braulio de entrar en la Casona a aliviarse. Mientras Rafaé y Papeles hacen tiempo hablando de lo del Partido en el ayuntamiento de Dos Hermanas, Braulio, a quien como siempre le importan un güito los asuntos políticos, se ha quedado ensimismado sentado frente a la mesa blanca que tiene a la puerta de su casona, envuelto en unos inquietos pensamientos.
Nunca para, nunca puede parar de darle vueltas a las cosas, los pies desnudos en la arena de la orilla del Guadalquivir, mirando fijamente el seis doble, esa docena de puntitos negros, enfilados en enigmática formación, destacando sobre el plástico blanco de la mesa circular. Ha colocado la ficha con obsesiva precaución para no colarla por el orificio que la mesa tiene en el centro. El agujero, receptáculo vacante de la sombrilla que con las prisas y las carreras, no le fue posible llevarse también junto con la mesa de la Heladería Módena, por carecer del consentimiento de sus dueños, le sirve sin embargo a Braulio a la perfección de evacuatorio para las colillas de cigarrillos que consume con frecuencia y que acaban amontonadas en el suelo. Casi siempre el seis doble le sale a él, de modo que casi siempre abre él el juego y los demás se mosquean por ello. Rafaé, su compañero habitual de partida, se sonríe y remata muy serio en seguida que “la vía eh mu zabia y le da a ca paria zu ayuita”.
A Braulio, el dominó no se le da muy bien a pesar de saber de números, pues ha sido profesor de la Escuela, y Rafaé se congestiona cada vez que Braulio se equivoca y pone ficha del palo que da ventaja a los contrarios, cerrando la suya. Por eso dice que al menos ahí, la vida le viene de cara a Braulio, pues abre casi siempre las partidas, y él, como compañero, puede aprovechar esa ventaja dirigiéndolas durante algunas manos en su provecho.
A pesar de eso, Braulio que lleva siempre, incluso en verano, una parca impermeable verde puré con capucha, para protegerse de ese frío que tiene siempre dentro, como una maldición gitana que nunca le deja, se repite mucho, como para convencerse por reiteración, que él no ha tenido suerte en la vida y por eso ahora mientras contempla ausente y embobado el seis doble, repasa otra vez más su vida, con más desgana ya que desesperanza. “¿Cuándo me fregué Varguitas, cuándo coño me fregué?”, repite una y otra vez, a media voz en momentos como éste con una entonación que, de tanto manosear la pregunta, carece ya de cualquier traza de duda, y que es casi como un rum rum con el que se mece la espalda levemente, sin parar, adelante y atrás.
—Ora pro nobis —se interrumpe Rafaé en su charla con Papeles, volviéndose a mirar a Braulio. — Pero quieres dejar eso ya, Braulio. Y quien coño es ese Varguitas, seguro que con ese apellido payo no debe ser. ¡Me cago en tos mis muertos, cuando te da por esa letanía… déjalo ya hombre con el fregaero ése! ¡Sebas! —ordena en voz alta mirando a la Casona— déjate ya de cascártela que se nos echa el tiempo encima joé, y no vamos a terminar la partida.
El seis parece ser su número, piensa Braulio que esta mañana no se encuentra bien. Anoche, entre dos bloques de obra que puso en el suelo cerca del parterre que hay a unos pasos de la entrada del cuchitril donde vive, prendió lumbre y asó seis carpas pequeñas que había pescado por la tarde en ese mismo río que apenas a veinte metros de la Casona, se desliza con nostalgia hacia el mar. Las regó con varias botellas de Elegido y ahora el exceso lo nota, pastoso en la boca, palpitándole a pedradas las sienes.
Años atrás no hubiesen sido ni carpas ni Elegido: Tinto Pesquera y lubina fresca de Isla Cristina, tal vez. Pero las cosas cambiaron con el polvo de nieve. En su cara vencida de facciones afiladas, sobre una nariz angulosa, como una hermosa quilla que pareciera señalar terca el rumbo de su mirada ya agotada, sus gafas redondas de concha y la barba entrecana y rala sobre sus sobrias mejillas, son los únicos vestigios remanentes de su porte de profesor de Elementos de Composición de la Escuela Superior de Arquitectura de Sevilla. Todo lo demás se ha ido quedando en los bordes de un camino que, a estas alturas de su vida, convertido ya en angosta vereda, ha venido a abocar en una pequeña edificación a la que todos llaman la Casona del Río o la Casona de Braulio, a orillas del Guadalquivir.
La Casona, que está en la Cartuja, a unos pasos de un pequeño pantalán cercano al puente del Cristo de la Expiración, había sido durante muchos años una pequeña estación transformadora de baja tensión, que con las obras de la Expo había quedado en desuso y que, poco después del final de aquellos fastos, empleados de La Sevillana terminaron de desmontar, retirando todo el cableado y los mecanismos eléctricos que aún quedaban en ella, a beneficio de inventario de alguno de ellos, dejando aquella pequeña construcción de dos piezas y sin ventanas, olvidada y cerrada con una pesada puerta de hierro candada.
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del libro «Temprano levantó la muerte el vuelo» de Alvaro Fossi.