J12 ‘Lobo’

 

El Hispano-Suiza que nunca fue republicano.

 

Se dirigió al otro extremo de la casa donde, en una inmensa cochera que tenía la entrada por el callejón de atrás, guardaban los coches de la familia. Al entrar, un olor penetrante a gasolina y grasa, delataba la presencia umbría de varios coches. En el fondo, tras el Range-Rover, iluminado por un pequeño ventanuco, se veía la silueta elegante y dormida, del Hispano-Suiza. Según se acercaba, Dulce pudo distinguir la figura inmóvil de Víctor, en el asiento de la izquierda del conductor. Se aproximó en silencio hacia el coche y vio su pelo blanco, destacando en su cabeza echada hacia atrás, tras el cristal de la ventanilla. Parecía dormido profundamente. Tocó suavemente el cristal con su anillo y aquella figura, con un respingo súbito, recobró la vida.

 —Niña, con otra de éstas y me mandas a criar malvas. Virgen del Amor Hermoso, como diría Águeda, ¡que susto me has dado criatura! —le dijo Víctor desde dentro en un tono alto que los cristales apagaban.

 —Lo siento Víctor —se excusó Dulce riendo divertida—. Pero qué brinco has dado, por favor. Te estaba buscando para ver si íbamos a salir de paseo. Hace una tarde estupenda para caminar.

 —No que va, hoy no me apetece, y deja ya de reírte de mí, niña, que los jóvenes no sabéis respetar las ensoñaciones de los viejos —le respondió Víctor, recuperando ya la tranquilidad y la sonrisa—. Ven, pasa y siéntate al volante, verás qué se siente a los mandos de una de las pocas maravillas hechas por el hombre.

 La puerta se cerró tras ella con un apagado sonido metálico que revelaba el perfecto diseño mecánico con el que encajaba herméticamente en el armazón del coche.

 —Bienvenida al interior de mi más preciado tesoro. La única cosa de las que poseo que me haría realmente enfadar si la perdiera por alguna fatalidad. Este es, Lobo, mi J12 Hispano-Suiza, de doce cilindros —le mostró orgulloso un Víctor que de repente, ella notaba transformado en un joven, rejuvenecido medio siglo en su interés impaciente por enseñarle las maravillas de aquella prodigiosa máquina. Le explicó cada uno de los detalles de su construcción que parecía conocer hasta en el más mínimo de sus mecanismos. Cada quince días, desde muchos años atrás cuando su padre aún vivía, un mecánico especialista, que con el paso de los años había ido cambiando (su dueño había visto envejecer ya a cuatro, y con todos había mantenido una relación muy especial, con más tintes de amistad que de servicio, pues no en vano se trataba para él, de una cuestión en la que la confianza era, por encima de otras, la esencia de aquella relación) acudía aquel hombre con puntualidad, a revisar el funcionamiento del motor, provisto de un pequeño bidón de combustible con el que rellenaba el depósito y la herramienta necesaria para una minuciosa revisión en la que se empleaba una jornada completa, que incluía también la comprobación de la presión de los neumáticos con un pequeño compresor eléctrico y su rotación un cuarto de vuelta para evitar que la goma se deformara al soportar siempre el peso en el mismo punto. Lo limpiaba por dentro y por fuera, con productos especiales para tratar la pintura,  el cuero de los asientos y la madera de raíz, lo ponía en marcha durante media hora, y engrasaba las piezas, aceitando los puntos adecuados para mantener aquel ingenio en perfecto estado de viaje, como exigía Víctor sin reparar en los costes.

 Dulce no había viajado nunca en aquel coche de lujo, emblema de una época pasada, muy ligado a la monarquía española y que había sido  diseñado por un ingeniero suizo, convencido del éxito que tendría aunar en un coche la prestancia exquisita de sus detalles de lujo, con una mecánica potente e innovadora. Pero sí conocía su interior, pues en alguna ocasión Rafael, en ausencia de su propietario, la había llevado a pasar un rato  a escondidas, en su interior a disfrutar de aquel maravilloso objeto. El olor espeso y cálido a cuero y madera, la llevaban a ella al pasado y a Rafael, a ensoñarse con algún viaje que pudieran hacer en el futuro en aquel coche, concebido para correr por carreteras imaginadas por él.

 Aquel viaje para el que Víctor mantenía impecablemente dispuesto a su Hispano-Suiza, en realidad no llegó a producirse jamás. La última vez que había salido de las cocheras fue, para hacer un corto trayecto a un cementerio, el día en que con Águeda (en quien por su despegado carácter, sorprendía su devoción hacia aquel coche), pulsó el botón de encendido para dirigirse a despedir juntos a su hijo Carlos, silenciosamente. Fue la tarde en la que comprobó mudo, según le decía a Dulce, recordando las palabras de otro poeta, que el sonido de un puñado de tierra, sobre la delicada madera de un ataúd, es algo absolutamente serio. Desde entonces el Hispano Suiza, había permanecido dormitando aletargado, a la espera de alguna ocasión propicia para su dueño, que devolviera su vocación viajera a la pequeña cigüeña plateada, detenida en un instante de su vuelo rasante: pues ese era el emblema de Hispano-Suiza que adornaba el tapón del depósito del radiador frontal con el que se remataba el elegante morro alargado que escondía el potente motor. Sin embargo, aquel viaje tantas veces previsto, solo tuvo lugar, una y mil veces distintas en cada ocasión, en la cabeza de Víctor, cuando de vez en cuando, como aquella tarde, se sustraía de la inminencia del presente, y se iba, casi a escondidas, a volar junto a aquella cigüeña de níquel sobre parajes que solo en su mente existían.

 Cuando Dulce le sorprendió dormitando aquellas hégiras, Víctor pensó que quizás era un buen momento para hablarle del modo en que aquel objeto único, había pasado a formar parte inseparable de su vida.

 El padre de Víctor (nunca consigue Dulce acordarse a la primera de su nombre), compró en París, en la fábrica de Bois-Colombes, en el año mil novecientos treinta y cinco, meses antes de morir su padre don Alfonso del Toro Saselli, aquella maravilla que a los diecinueve años Víctor, a su vez, heredaría. Y hubo de ser en Francia, pues el gobierno republicano mediante un decreto, había obligado a cambiar a Hispano Suiza, en lo coches que fabricaba en España, un detalle de su insignia. La bandera monárquica, en banda verticales rojas y amarillas, que junto con una diminuta cruz blanca suiza, aparecía en el escudo que aquellos coches de lujo exhibían en su morro bajo la cigüeña de níquel, debió ser sustituida por el fabricante español, por la bandera tricolor republicana, por entenderse ridículamente, que aquel detalle ayudaría también, a borrar la memoria monárquica del país. El padre de Víctor, paciente monárquico, como él se definía a sí mismo en aquellos años de la segunda república, decidió entonces, ante aquella sandez del cambio de colores impuesto, que iría directamente a la fábrica de Bois-Colombes, a comprar un J12, pues en Francia seguían fabricándose con el escudo original. Preparó el viaje con una ilusión y precisión extraordinarias y a última hora, después de convencer a su mujer, decidió que para Víctor, que por entonces tenía diez años, sería una experiencia decisiva, de modo que juntos se fueron a París a traerse de vuelta a Sevilla aquella joya.

 El viaje de ida duró casi dos días. Lo hicieron en un coche-cama de tren, impacientes por llegar, pero disfrutando de cada una de las horas nuevas que duró aquel viaje. Para Víctor, aquella experiencia de su primer viaje, conformó indeleblemente su afición por los viajes: primero en tren, leyendo ensimismado las barrocas letras doradas sobre fondo azul oscuro que aprendió de memoria en la estación, ”Compagnie Internationale de Wagon-Lits et de Grands Express Européens”, observando pasar asombrado por la ventanilla de su compartimento, aquella sucesión de interminables paisajes tan variados, tan diferentes los de Andalucía de los de la vieja Castilla, las cumbres sobrecogedoras de los Pirineos, las campiñas francesas de apariencia tan fértil, sus inmensos ríos flanqueados de alamedas, todo aquello le ensoñaba, imaginándose que alguna vez viviría en todos ellos; la vuelta, en aquel maravilloso coche, pensado, según él decía a su padre, para pasarse la vida entera viajando en él, sin parar nunca.

 La vuelta fue aún más emocionante para el joven Víctor. Con el volante a la izquierda, él, desde la ventanilla derecha de aquel coche, atendía, sin perder detalle del mundo del otro lado del cristal, las explicaciones y las historias de los lugares que atravesaban, con que su padre animaba el viaje. Hicieron varias paradas, siempre al anochecer, en las ciudades elegidas meticulosamente meses atrás por su padre, en las que, después de descansar en el hotel, a la mañana siguiente, aprovechaban para conocer en largos paseos, su historia a través de sus edificios y sus monumentos.

 En la frontera, su padre pudo comprobar cómo las sandeces, en ocasiones llegan a cegar la mente de los hombres, incluido él mismo, de modo que, por aquella cuestión de color violeta en el morro del Hispano Suiza, la entrada en España con aquel vehículo les fue denegada. El carácter brusco y casi ardoroso de su padre, más vocinglero que realmente corajudo, le llevó a enfrentarse con el mando de la Guardia Civil del puesto fronterizo, que se negaba a dejar pasar aquel vehículo, y le costó varias llamadas a las personas oportunas y un día más de viaje, mientras llegaba de Madrid una autorización provisional, vigente hasta que pudiera sustituir el emblema, que les franqueó la entrada en España. En la cabeza de Víctor, por primera vez, se abrió paso la idea de la tolerancia, por contraposición a aquel enfrentamiento al que había asistido, atento tras los cristales del coche, que para él, tenía una causa tan insignificante como un color.

  —Papá, ¿y por qué no quitamos el escudito y seguimos de vuelta a casa? —le preguntó el niño con naturalidad.

 —¡Jamás! hijo —le respondió tajantemente su padre—. Jamás dejes que te impongan nada ésta gente. Éstos no saben la que se les va a venir encima —añadió serio, sin referirse ya en su mente, a ese pequeño destacamento de frontera.

 A media tarde del día siguiente pudieron continuar viaje, olvidado ya por completo el incidente fronterizo, que tan solo volvió a repetirse en otra ocasión, cuando el mecánico de una estación de gasolina de carretera, en la que habían tenido que parar para repostar, conocedor de aquella particularidad de los Hispano Suiza, se encaró con aquel señoritingo que llevaba en su coche nada menos que la bandera maldita. En esta ocasión, su padre, con menos beligerancia pero con la misma determinación, consiguió imponerse, haciendo valer su labia de abogado, sobre aquel pequeño grupo de hombres de campo, que se habían ido interesando en la disputa.

Así, el viaje recuperó en el ánimo de Víctor su naturaleza mágica y volvieron los dos a reír, recordando con gracia andaluza, cómo el vendedor francés de Bois-Colombes pronunciaba el nombre de aquél modelo de Hispano Suiza: “Le hota dús”, decía muy serio el francés, refiriéndose al flamante J12 que pretendía vender, y provocando una risita silenciosa en el niño y en su padre, quien trataba de disimular, fingiendo reprenderle. Víctor al recordarlo, se contorsionaba de risa en el asiento de cuero del copiloto. Aquella anécdota, quedó grabada en su memoria y, muchos años después aún la recordaría, haciéndole sonreír siempre, cuando, al dejar la carretera general y entrar con aquel coche en el camino flanqueado de árboles que acababa en la casa del Mingrano, veía a los zagales corriendo como liebres delante del coche y gritando: “¡Máma, máma que llega el paloduz de los señores, que ya llegan en el paloduz!”. Con este nombre radical, quedó bautizado por degeneración, aquel Hispano Suiza entre la gente del campo, cuando oyeron a los señores referirse a él, bromeando la pronunciación del vendedor gabacho. Para Víctor en cambio, desde pequeño y hasta el final de sus días, aquel insaciable devorador estepario de millas, fue siempre “Lobo”, y con solo nombrarlo, aun siendo ya un viejo, su mente se llenaba de mil paisajes veloces, que desaparecían fugaces tras los cristalinos ventanales de sus ojos de lobo.

 Al llegar a Sevilla, padre e hijo, estuvieron durante semanas y meses, hablando sin parar de aquella experiencia única. En Víctor ese viaje, fraguó su alma viajera para siempre, de modo que las primeras semanas, fue incapaz de prestar atención a nada, pues su mente se escapaba siempre, sin nostalgia alguna, sino con impaciencia por iniciar cualquier otro viaje, hacia aquellos lugares infinitos que había conocido. Además, durante el viaje, su padre le había enseñado a conducir aquel monstruo de nueve litros y medio, con la promesa de no revelar nunca aquel secreto. Durante unos centenares de metros, sentado sobre una almohada de viaje, pues apenas llegaba a los pedales, sintió entre sus manos y bajo sus pies, las amortiguadas vibraciones de los doce cilindros, de modo que aquella sensación de dominio sobre una máquina, única en nuestra especie entre todas las del reino animal, anidó para siempre en su interior.

 Su padre también disfrutaba una y otra vez contando a sus amigos, a su mujer, a su madre, pero sobre todo a su padre Alfonso, bastante enfermo ya, cada una de las peripecias de aquel viaje y las reacciones mágicas e infantiles que cada nueva situación había provocado en Víctor. Alardeó también en el club, de su enfrentamiento a cuenta del emblema del coche en la frontera y en la gasolinera, asegurando que esa era una de las cosas que habrían de cambiar, si es que esa España, iba a tener por fin remedio.

 A regañadientes, siguió el consejo de su padre moribundo, y solo en contadas ocasiones después de la muerte de éste, ocurrida tres meses y medio después, sacó de las cocheras al Hispano Suiza. Ya vendrían tiempos mejores, les decía a los amigos que le preguntaban sobre el motivo de que apenas se le viera conduciendo aquella joya. Hubo de esperar poco tiempo para volver a conducir aquel coche, apenas trece meses tras su regreso del viaje a París, pues el día veintidós de julio de mil novecientos treinta y seis, el General Queipo de Llano tomó los últimos barrios proletarios de Sevilla, y él, como había prometido, salió en su coche a comprobarlo.

del libro «Temprano levantó la muerte el vuelo» de Alvaro Fossi.

 

 

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Categorías: Personas, Temprano levantó la muerte el vuelo

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