La Reina Ginebra

 

Tras bailar el repertorio casi completo y varios bises, los bailarines peruanos estaban ya exhaustos y bastante mareados. Allan, bien fresco aún, se despidió de ellos y volvió a la mesa dando todavía, ágiles saltitos de sirtaki.

             —Ah, ¡qué de recuerdos me traen estas melodías helénicas! —le dijo con añoranza a Aronsson—. Me hacen recordar las fiestas en la embajada en París con Jackie. ¡Cómo se lo pasaba aquella mujer! Era una yegua de raza, con ganas de desbocarse. —Ahora ya, la añoranza había abierto paso a una nostalgia bobalicona en su sonrisa.

            — ¿Jackie? —le preguntó intrigado Aronsson.

            —Sí, Jackie. Una verdadera hembra. Sobre todo después del sexto daiquiri —precisó con cierta melancolía—. ¡Cómo se movía cuando bailaba! Yo la conocí entonces, cuando Herbert, Amanda y yo, vivíamos en la embajada de Indonesia en París, en la que todas las noches organizábamos unas fiestas estupendas. Fue precisamente allí en París, en la embajada, donde Ari me la presentó, tal como me había prometido unos años atrás, cuando él y yo nos conocimos durante la crisis de los misiles de Cuba. Y fue en mi última noche en la embajada, precisamente en la fiesta de mi despedida, cuando Ari me hizo un extraordinario regalo, en agradecimiento a los consejos que le había dado sobre su relación con Jackie.

            — ¿Ari? —repreguntó el ex comisario, ya francamente escamado—.

            — Sí, Ari —remarcó Allan, mirando al ex comisario, como si de repente se hubiera dado cuenta que estaba allí. El comisario, aunque aparentaba estar en mitad de un episodio agudo de ecofilia, pues no paraba de repetir los nombres que él iba diciendo, sin embargo parecía interesado en aquella historia. Bien, pues se la contaría.

Cuando le conocí, el pobre se sentía destrozado, pues aunque estaba colado por Lee, Jackie durante aquella travesía por el Adriático, no había parado de darle la lata y perseguirle en las fiestas que daba en su barca, es decir, todos los días. Según Ari, Lee, cuatro años menor que su hermana, era toda elegancia y finura al igual que Jackie, debido creo yo, a que se apellidaban Bouvier. Alguien con ese apellido, no sabe meterse el dedo índice en la oreja y agitarlo para limpiarse los conductos auditivos, ni se sienta abierta de piernas, los días de mucho calor, incluso aunque lleve pantalones. Lo que pasaba es que Jackie, cuando había acabado con los brazos del primer barman de la barca de Ari, y había que sustituirlo para llevarlo a rehabilitación, con los brazos y las manos agarrotados, se subía descalza a una mesa, cogía con una mano el coctel póstumo de aquel desgraciado, y con la otra comenzaba a subirse la falda, contoneándose al ritmo de una música que encantaba a Ari, y que era algo así, como tin, tinin, tirininin,… Precisamente como la que interpretan estos chicos —el comisario había dejado de repetir nombres, así que parecía atento. Aquello animó bastante a Allan, que continuó.

A Ari le gustaba Lee, por la delicadeza y exquisitez que tenía, pero Jackie también sabía serlo aunque solo durante el día; después, cuando el sol se ponía, cambiaba de una manera asombrosa, espectacular, difícil de creer. Lee por el contrario, no hablaba nada ni durante el día, ni durante la noche: tan solo sonreía con una indecisa expresión en la cara de mujer a la que acabasen de quitarle el bolso de un tirón, del que afortunadamente hubiese sacado las joyas unos momentos antes. En cambio su hermana Jackie, más partidaria de llenar su bolso de joyas que de andar sacándolas, por las noches se volvía una pantera. Según supo después Ari, eso ocurría con el desconocimiento de su esposo, ya que éste, tras pasar juntos la luna de miel, pareció considerar cumplido el período máximo de fidelidad que le era exigible como Kennedy, y nunca estaba por las noches en casa. Así que Ari, cuando las hermanas Bouvier tuvieron que volver precipitadamente a Europa y América, respectivamente, porque el marido de Jackie se había enterado de las juergas que se corrían en su barco y les había desembarcado a la fuerza, indeciso tras la partida de las francesitas, decidió poner rumbo a la isla de Bali para pensar en el futuro y poner orden en su corazón y en su bodega, por el procedimiento, en ambos casos, de su vaciado o destocking, como él prefería decir.

*          *          *

Cuando bajé al salón de recepciones, les vi sentados a los dos en uno de los enormes sofás: eran Aristóteles Onassis y la propia Jackie en persona. Ari, se abalanzó sobre mí y me dio un largo abrazo, estrujándome sin piedad, en el transcurso del cual pude comprobar que, probablemente, aquella mañana se había estampado tres botes de brillantina en la cabeza. Por encima de su hombro, podía ver a la delicada Jackie sentada aun, con las piernas enfundadas en unas medias de cristal blanco, femeninamente recogidas en forma de tijera abierta y un pequeño bolso descansando sobre su regazo. Descolgándose por la cristalera del patio que se encontraba a su espalda, un rayo violento de luz del sol perfilaba un sombrerito diminuto que remataba su tocado. Era como estar mirando la portada de la revista ¡HOLA!

En realidad, ella y yo apenas habíamos intercambiado un par de frases por teléfono años atrás, pero su Jack y su Ari, debían haberle hablado bien de mí, y por eso Jackie parecía estar teniendo dificultades en casar la idea que se habría hecho de mí, con aquel  barbudo de melenas que su novio trataba de asfixiar en esos momentos. Cuando Ari, me soltó, continuó dándome fuertes palmetazos en la espalda durante un buen rato, así que yo me acerqué a trompicones a aquella magnífica yegua y le di el pésame, por aquel espantoso suceso de cuatro años atrás. Ella bajó la mirada unos instantes hacia las alfombras persas, y en seguida la levantó con su energía recuperada. Al verla con Ari, recordé lo que había dicho Charles de ella durante la comida de la tarde anterior. Fue después de que Charles le comentara a Lyndon, con una risita muy delgadita que él sabía hacer (de hecho era la única que le salía), lo afortunado que había sido Johnson, de que se cargaran a su antecesor, pues las apuestas sobre que alguna vez llegase a presidente, cuando Kennedy terminase segundo mandato, incluso que repitiera de vicepresidente en la segunda presidencia, con los procedimientos judiciales por corrupción que había en marcha contra él, estaban algo desproporcionadas en su contra. Lyndon, carraspeó azorado, llevándose la servilleta a la boca y diciendo que desde luego él, no había tenido nada que ver en aquello. El informe Warren lo había dejado bien claro. Charles, se rió aún más y Lyndon optó por cambiar del tema, alabando la entereza de Jacqueline Kennedy, durante y después de aquellos imprevistos sucesos. De Gaulle coincidió y dijo que para él, Jackie era una valerosa mujer, muy bien educada y que, en cuanto a su destino, terminaría en el yate de un petrolero. Entonces fue a mí, a quien se le escapó aquella risita de comadreja.

No sé cómo, pero al parecer, Ari ya se había enterado de que el día anterior había estado comiendo con dos presidentes. Se preguntaba, qué asunto les habría yo arreglado. Le respondí que nada, que solo había destapado a un espía de primer nivel, que tenía De Gaulle en las narices y que por la noche, cenando con Johnson aunque parecía un poco fastidiado porque quería que yo no bebiese tanto como él, para que no revelase secretos, a mí me había dado la impresión de que no tardaría en llamarme para pedirme que fuese su espía en Moscú, en asuntos nucleares. Como estaba muy susceptible con lo de los secretos, pensé que seguro que me pediría que no se lo dijera a nadie, pero como aún no me había pedido nada, pude contárselo a mis amigos al día siguiente. Así que Jackie, Ari y yo, pasamos a una salita más cómoda al lado del salón de recepciones. Yo pedí enseguida seis daiquiris para Jackie, para ver si se ponía a bailar, y ordené que llamaran a Amanda y a Herbert para presentarles a Ari y a Jackie. Mientras tanto, Ari ya había dejado de darme palmetazos en la espalda y envió recado a su chofer para que fuese a recoger a su peluquero y lo trajese enseguida a la embajada, sin olvidar los botes de brillantina, pues yo aún no había tenido tiempo para cortarme el pelo y la barba que había traído de Bali. Me decía que quería verme con otro aspecto y Jackie dijo que aquella era una idea tremendamente acertada.

Amanda y Jackie, congeniaron a la primera. Nada más mirarse a los ojos, supieron esa tarde que serían amigas para toda la vida. A ambas les parecía que habían tardado demasiado tiempo en encontrarse. Amanda sacaba ocho años a Jackie, pero las dos eran dos mujeres realmente espectaculares, en una edad espectacular y a las que les encantaba dar el espectáculo. Después de unos cuantos daiquiris, empezaron a sacar fotos de sus hijos. Los de Amanda, Allan y Mao, tenían catorce y trece años respectivamente, y los de Jackie, once y ocho, Carolina y John John. Con el daiquiri número seis, las nupcias entre Allan y Carolina, estaban ya cerradas. Más difícil iba a ser el matrimonio entre Mao y John, pues no estaban seguras de que alguno de los dos fuese a desarrollar gustos femeninos. Pero en todo caso, podrían ser solo amigos, unos buenos amigos nada menos.

Mientras me cortaban el pelo y las uñas, Ari, Herbert y yo nos ocupamos en organizar la cena de esa noche. Yo propuse que fuésemos a cenar al Palacio del Elíseo o a la embajada de los Estados Unidos puesto que ya nos conocían y les extrañaría menos que apareciésemos de repente. A Herbert no le pareció mal, pero prefería que parásemos por el camino a comprar unos bocadillos de andouille porque en las embajadas en Francia, por lo que él sabía, cocinaban fatal y en el Elíseo, por la cara que tenía el presidente, debía ser aún peor. Ari decidió que no teníamos ni idea y que parecíamos unos recién llegados, lo cual que las dos cosas eran completamente ciertas, así que ordenó a su chofer que se acercase a Chez Maxim’s, y se trajese todo lo que encontrara por allí, de comer y de beber. Ari, sabía organizar fiestas.

Aquella fue la primera, de una larga temporada de fiestas entre los cinco. Formábamos una pandilla muy divertida y muy unida. Jamás nos aburríamos. Las chicas eran imparables y Ari disponía de una imaginación desbordante que a mí me resultaba muy familiar. En realidad. Ari era el único que durante el día, podía decirse que dedicaba su tiempo a algo productivo, si se exceptuaba a las chicas que, todas las tardes y hasta la hora de la cena, salían a incrementar con dedicación y esmero la producción de las tiendas de alta costura y joyerías de París. Herbert y yo, sin embargo no hacíamos nada productivo ya que él dormía durante todo el día y yo, que siempre he pensado que un hombre nunca debe hacer cosas productivas pues los problemas acuden como moscas sobre los que hacen cosas de provecho, aunque ya era espía de los Estados Unidos, aún estaba de aprendiz y solo tenía que ir por las mañanas un rato a la embajada, para aprender cosas de espías. Así que casi todos los días lograba no hacer nada productivo.

*          *          *

Así que Ari, tras la faena que le gastaron esos tipos a Jack, dejó pasar respetuosamente un par de años, y se presentó con su barca en el puerto de mar donde vivía Jackie: Nueva York. Ella estaba saliendo con un diplomático inglés, muy listo y educado, amigo íntimo de los Kennedy, que de siempre les había conseguido los puros habanos a Jack y a Ari. Éste la invitó a cenar en su barca, y después de regalarla un mariposa de platino, cuyas alas estaban incrustadas de diamantes y zafiros, comenzó a cortejarla, no sin grandes dificultades y contratiempos. Ari tuvo que cambiar de proveedor de puros, pero consiguió conquistar a su chica. La única que le comprendía era su mujer, a quien Jackie le parecía una chica excelente, sobre todo porque no se llamaba María, así que le animaba a continuar con ella. Pero para el resto era algo raro y poco artúrico, por decirlo así. Lady Ginebra, viuda de Arturo, debía de caer en los brazos de Lancelot du Lac, hermano del Rey Arturo y en los de nadie más. Por eso, en lugar de quedarse en la casa que Ari tenía en París, en la Avenida Foch, donde su familia y la prensa les agobiarían, les propuse esa misma noche, recién pelado, que se viniesen a vivir los dos a la embajada, pues a Amanda que era la embajadora, seguro que no le importaría. Ari y Jackie se miraron un segundo a los ojos y dijeron que para ellos sería un honor y un paraíso, poder estar allí. Aquello fue la repanocha: Amanda se puso a gritar de alegría, se abrazó a ellos dos y Jackie se descalzó y se subió a una mesa con una copa en la mano. Eso había que celebrarlo. Por fin Allan iba a ver el espectáculo, con el que llevaba soñando los últimos seis años.

¡Qué diferente era por las noches de cuando la veíamos aparecer en la televisión, tan desganada y aburrida con aquella sonrisa de conveniencia, que con tanta gracia imitaba Amanda, haciendo que todos, sobre todo Jackie, nos tronchásemos de risa! Se convertía en una fuerza de la naturaleza. A esas horas de la noche, viéndola bailar sin derramar una gota de la copa que sostenía con la mano, a Ari siempre se le soltaba la dentadura superior. Herbert, Ari y yo, cuando ya no podíamos mantenernos de pie, nos sentábamos como podíamos, en el sofá del salón de recepciones, y nos matábamos de la risa, viendo bailar a Amanda y a Jackie. Ari, siempre tan animado en las juergas, nos hacía seguirle y acabábamos todos jaleándolas con palmas, hasta que caían exhaustas y muertas de la risa, una encima de la otra, dando vueltas tumbadas por las alfombras persas. Amanda era mayor que Jackie pero, ¡diablos, cómo se notaba que llevaba la danza balinesa incrustada en la piel! Y Jackie, parecía un volcán en erupción, amenazando con cubrir a Ari con su incandescencia.

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Categorías: El manuscrito de Pitágoras, Personas

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