El manuscrito de Pitágoras. La reseña.

 

 

Nada más terminar de leer la última frase de la novela de Jonas Jonasson, la situación se había descontrolado bastante. Estaba claro que allí no había más páginas de aquella historia.

Por lo que se sabía, aquella banda de descerebrados había conseguido introducir una elefanta en un Antonov, y se habían largado al lejano oriente. Bali, además.

Llevaban en dos maletas lo que les quedaba de los cincuenta millones de coronas suecas, que era casi todo, y cinco mil biblias con encuadernación Premium. No parecía que iban a tener problemas de tesorería de un modo inmediato. Pero ¿y los demás? ¿Qué pasaba con nosotros? ¿No íbamos a quedar sin saber qué ocurría con ellos? ¿Ahí terminaba todo?

Después de prepararme un té Lapsang Souchong, el preferido del pobre fiscal Ranelid, en un recogido silencio con el que respondía a esas inquietantes cuestiones,  lo serví en un taza grande y fui esparciendo su intenso aroma por el pasillo que lleva hasta el estudio de la casa. Lo dejé humeante y demasiado caliente aún, al lado izquierdo del teclado, y al cabo de unos instantes en el limbo, ví un tanto extrañado, como ido, unas palabras que resaltaban en la blancura cegadora de la pantalla: «La desgracia llegó nuevamente a la vida del Fiscal Conny Ranelid el domingo por la mañana, cuando se disponía a despachar, envuelto en su confortable batín, el apetitoso desayuno que acababa de traerle su mujer al salón en una bandejita, junto con la prensa de la mañana».

Había comenzado a hacer algo que JAMÁS se debe hacer.

JFK, tras su conversación con Allan

 

Dieciséis días después, dejaba a Los Ucayalis en una destartalada furgoneta surtando las sinuosas carreteras de la jungla de Bali para que continuaran su exitosa gira musical con el apoyo entusiasta de dos tipos que por primera vez en sus largas vidas habían conseguido tener un amigo.

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