Rocío

 


Rocío, la alegría rota.

No puede más. Saldrá al balcón de la oficina donde trabaja, a tratar de despeñar desde aquella altura vertiginosa, los espantos que desde el pasado sábado la acosan con saña, dormida y despierta, sin respiro.

Desde su mesa, a través de los cristales del edificio de la Junta, en la Torre de Triana, un espectacular edificio faraónico y papal, se puede ver la luz viva del final de la mañana de un viernes del principio del verano en Sevilla. Una panorámica completa de la capital de la alegría, que apenas una semana atrás, le parecía a Rocío la única ciudad de la tierra levantada por las mujeres y los hombres que durante siglos la habían habitado, con el único designio de poder vivir mejor en ella el amor.

Ha metido el móvil en el bolsillo trasero del pantalón y le ha dicho a Marcela, su amiga, a quien desde hace unos días tiene preocupada, que saldría un rato afuera a despejarse, y que si preguntaban por ella, dijera que había ido a la fotocopiadora. Quería estar sola.

Parece preocupada, absorta, mientras contempla la soleada mañana de la Sevilla que alcanza a ver por encima de La Cartuja, un brazo recogido, sosteniendo en la mano el cigarrillo a la altura de la boca, mientras con la otra mano se sujeta el codo, en una actitud femenina de aguardo, de evaluación, con los brazos enmarcando su pecho. Rocío sabe que tras ella, detrás de la puerta entreabierta de cristal por la que ha salido al balcón, le esperan las preocupaciones, las inquietudes del trabajo que sin embargo le parecen ahora, apacibles remansos en los que guarecerse. Así que dispone de unos minutos para ahogar la angustia de los últimos días.

Apoya la espalda con cuidado sobre la puerta de cristal, el peso sobre su cadera izquierda: está pensando que está algo cansada ya, más bien harta, muy harta de todo y enormemente enfadada consigo misma porque le ha vuelto a ocurrir, a pesar de que se había jurado que nunca volvería a caer en lo mismo. Y ha vuelto a pasarle.

Se enteró el domingo pasado por casualidad, como siempre ocurre, como jodidamente pasa siempre, y desde entonces le ha evitado, no ha hablado con él, no le ha cogido el teléfono, ni le ha respondido a los treinta y siete mensajes, (“¡Son treinta y siete ya. Alucinas…!” —le dice indignada antes de salir al balcón a Marcela, su compañera cubana, única confidente que sabe de su último cataclismo sentimental) treinta y siete, que le ha enviado él desde el lunes por la tarde, y que para colmo de masoquismo, y esto es lo que más la desespera de sí misma, no es capaz de dejar de leerlos una y otra vez, los treinta y siete, con sed, como tratando de destilar entre las palabras, alguna última gota del elixir del tiempo que fue, hace apenas una semana, cuando la felicidad para ella no era una quimera burlesca.

El lunes, al día siguiente de enterarse, golpeada en el pecho con cada manojo de minutos que pasaban, esperó durante todo el día aquella hora en que como cada lunes, su móvil sonaría. Si la llamaba antes de la hora acostumbrada, sería que él sabía ya algo; que de alguna forma imposible de imaginar, se había enterado de que ella sabía ya aquella venenosa locura. Pero si todo transcurriera como siempre, y a la hora acostumbrada sonase el teléfono, entonces…  Aguardaba la última hora de la tarde de aquel lunes viviendo ese delirio, con la boca seca y amarga de tabaco, como las temibles pesadillas en que se sumergen los torturados cuando caen exhaustos, rendidos por el sueño entre una sesión de tortura y la siguiente. Llevaba con esas interminables oleadas de tormento desde el domingo a la hora del vermú.

Por casualidad, el domingo a mediodía en La Cantora donde solía reunirse con sus primos y unas amigas a tomar el vermú, entre una barahúnda de conversaciones entremezcladas de bullicio, justo detrás de ella, alcanzó a distinguir los retazos de un nombre, el de él, y en un instante sintió cómo las venas de sus muñecas y de su estómago se le llenaban de alfileres que fluían por ellas y se le clavaban por dentro, empujados a borbotones por la sangre que palpitaba desbocada. Mientras su grupo continuaba la charla animada que mantenían hasta ese estúpido instante, ella en silencio, aparentemente entretenida en sacar los bígaros de sus conchas, se había cerrado de golpe al mundo. Todo su cuerpo se escapaba de ella hacía atrás, incapaz de volverse, filtrándose entre su ropa hacía la pareja que hablaba tras ella. Confirmó el nombre, escrutó los datos, los momentos, aherrojó en su alma los detalles tan verídicos, tan afilados, escuchó hablar ajenamente de sí misma, aunque podía deducir claramente que a ella no la conocían, pues tampoco decían su nombre, pero se trataba de ella, y de él, dios mío. Por último, la mujer, mientras se levantaba de la mesa para salir con su acompañante del local, pronunció esa larga frase con un tono que parecía hasta casi intrascendente, como displicente, con la que hizo estallar todo su mundo de sentimientos. No supo por qué lo hizo, pero Rocío se volvió con una tristeza desnuda de niña en el rostro y se atrevió a mirar los ojos de la mujer. No se conocían, pero aquella mujer con las bolsas de colores chillones en su mano, al pasar, fijó intrigada la vista en ella durante un segundo de eternidad, como si estuviese tratando de recordar con curiosidad algo, y enseguida, se zafó de su mirada y dirigiéndole una leve sonrisa de cortesía, se pasó la mano por el pelo para recuperar sus gafas de sol, desapareciendo por su lado hacia la puerta. En ese instante el mundo acabó de colapsar y todo se sumió en un fundido en negro, entre vapores nauseabundos. Lo único que alcanzó a pensar fue, que quedaban aún muchas horas repletas de minutos de pánico, hasta que llegara la última hora de la tarde del día siguiente.

del libro «Temprano levantó la muerte el vuelo» de Alvaro Fossi.

COMPARTIR

Categorías: Galerías, Personas, Temprano levantó la muerte el vuelo

Envíe una sugerencia